En los tiempos de la impresión tipográfica, cuando los libros, las revistas, los almanaques, los afiches y toda otra publicación se imprimían con tipos móviles, uno de los problemas más grandes era que las letras con las que se contaba eran limitadas en número, en tamaño y en estilo. Sin importar lo grande y sofisticada que fuera su colección de tipografías, todas las imprentas tenían que arreglárselas para diseñar con los juegos de letras con los que disponían: pocas letras, un dolor de cabeza; muchas, un poco menos, pero también un dolor cabeza, porque alguna vez, de alguna manera, justo la letra que se necesita, del tamaño y el aspecto adecuado, no está.
Una limitación que agudiza el ingenio, no hay dudas, y que, sospecho, le da ese carácter adictivo a la actividad de componer con tipos móviles. Es como resolver un acertijo y amar un puzzle al mismo tiempo: con estos alfabetos que tengo, con un número limitado de letras, con algunas que se perdieron, se marcaron o se rompieron, con los tamaños disponibles, con los estilos que hay, con esto tengo que armar mi texto, y que se entienda y que entre en los márgenes y que no tenga errores ortográficos y que sea agradable a la vista. Superar este desafío trasmite la sensación de conquistar una hazaña, ganarle a lo que parecía imposible, y encima, después, ponerle tinta y apretarle el papel, para ver impresa la conquista, multiplica la satisfacción e inspira a seguir sometiéndose, una y otra vez, a ese rompecabezas.
Pero toda habilidad y destreza en componer con tipos móviles se ha encontrado alguna vez con la falta irremediable, insustituible y absoluta de una maldita letra. ¿Qué pasa cuando no hay, no hay y no hay, y no hay vuelta? A veces, la limitación tipográfica hace valer su peso y nos da de frente a la contundente realidad de que falta una letra, en la última línea, quizás, para mayor dramatismo, y no hay tu tía. A veces, la única solución es deshacer y armar todo de nuevo, con otro juego de tipografía, repensar el diseño, admitir la derrota. Pero hay algunos casos en los que la letra que falta existe, no está en su caja, pero está en la imprenta —no hay razón para desesperar—, lo único es que está siendo usada en otra composición: ahí es cuando vienen a mano las cabezas de muertos.
Cabeza de muerto. En la jerga tipográfica, letra vuelta, o sea con el ojo hacia abajo, que se usa para suplir a otra de su mismo grosor y cuerpo que escasea en la composición de un molde (MDS, 1974).
Más allá de su nombre de impacto, en tipografía, una cabeza de muerto es un inocente tipo móvil dado vuelta, con el dibujo de letra hacia atrás, para reservar el lugar correspondiente a la letra que debería ocuparlo. Sirve para bloquear un espacio para que luego pueda ser sustituido por el tipo móvil correcto, sin alterar la posición de las demás letras en la composición. También se le llama letra vuelta, pero ese nombre en título seguro no hubiese tenido el atractivo morboso que hizo que leyeras este posteo.